La cajita de música


A las siete de la mañana, desde hace ya cuatro años, suena la primera alarma que anuncia la ingesta de esa primera dosis de levodopa que el cuerpo ya reclama. ¿Tendremos suerte hoy? Se pregunta al abrir el pastillero y coger el medicamento que la devolverá a un mundo lleno de libertad de movimientos e independencia por unas horas.

De pequeña siempre quiso tener una caja de música, de ésas que tienen dentro a una muñequita vestida de bailarína. La deseaba tanto que en sueños se veía abriéndola y cómo de ella salía una bella y dulce melodía que bailaba sin parar. Le encantaba bailar, tanto que en esos mismos sueños aquella muñequita cobraba vida y se convertía en bailarina del mejor ballet del mundo.

Paso el tiempo y aquella niña creció. La cajita de música nunca llegó a sus manos, sin embargo el baile había calado tan hondo en ella y disfrutaba tanto de él que no volvió a pensar más en aquella caja. La vida iba sucediéndose y ella se fue haciendo mayor. Estudió, trabajó, se enamoró, fue madre, bailó, se desilusiono, vivió momentos buenos, malos, regulares y algunos que la hicieron caerse y hacerse mucho daño.

Pero de todos ellos salió reconstruida. Como un jarrón chino, sus cicatrices fueron pegadas con el hilo de oro del amor en Dios, en los que la amaban de verdad y en la vida, a la que se aferró en todo momento. Y, como no, en aquello que siempre le había apasionado, el baile. Probablemente ella nunca pensó que esa cajita de música que tanto añoró de pequeña llegaría a su vida en el presente, pero dentro no tendría a la bailarina sino algo muy diferente.

Esta cajita de música es muy especial, pues no sólo no tiene a la bailarina. Tampoco la melodía que surge de ella cada vez que es abierta a lo largo del día es la misma. La sinfonía rosa de la levodopa que cumple su objetivo es maravillosa, pero en alguna ocasión tiene el sonido de aquella que no lo hace y entonces, por unas horas, se cierran las puertas del salón de baile hasta que, en la próxima toma, vuelven a sonar acordes de todos los colores que llenan de nuevo la enorme sala de la luz y el brillo que desprenden sus ojos.

Cuando hace cuatro años me enteré que tenía Parkinson, no podía imaginar que detrás de aquella palabra tan horrible, que me hacía sentír la senectud en mí cuerpo con tan sólo 42 años, pudiera haber algo bueno. Con el tiempo, el tratamiento, aptitudes e ilusiones nuevas cambiaban esa impresión, dejando claro que no era así. El amigo especial, el Duende como yo lo llamo, cambió mí vida y sin duda alguna en muchos aspectos a mejor. A traído a ella momentos únicos y especiales, y con ellos a personas que hoy en día comparten conmigo una vida que yo llamo grande.

Sin duda, en los momentos en que la melodía de la levodopa no alcanza el sonido óptimo, es inevitable tener falta de todo aquello que esa sustancia llamada dopamina provoca en el cerebro de cualquier persona sana, como son el optimismo, la alegría, la movilidad, el equilibrio, una buena escritura, la coordinación y agilidad en el movimiento y tantas otras facultades, capacidades y sensaciones que el enfermo de Parkinson pierde y es entonces cuando el amigo especial enseña su lado más oscuro.

He aprendido a vivir con mi caja de música a cuestas, es lo único que me acompaña las 24 horas del día. Al principio me avergonzaba tener que sacarla en público, era un tabú.
Poco a poco fui introduciendo cambios en ella, la tuve de todas formas y colores hasta que me di cuenta que lo que importa de verdad es que, gracias a ella, la musica suena cada día en mi vida y me permite bailar, saltar, gritar y disfrutar de aquello que un día creí perdido para siempre, y no es así. Item más, desde entonces cuento con la mejor pareja de baile.








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